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La nueva cara de la desinformación

Sara Hoyos Vanegas / s.hoyos@udea.edu.co  

4 de abril de 2025.

En la era digital, la línea que separa la opinión legítima del discurso de odio se ha vuelto difusa. La reciente decisión de Meta de priorizar las “notas de la comunidad" sobre la verificación profesional de datos abre un debate crucial: ¿dónde trazamos el límite entre la libertad individual y la responsabilidad colectiva?

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Collage: Sara Hoyos Vanegas.

Cuando Mark Zuckerberg anunció que iba a reemplazar la verificación de datos de Meta por notas de la comunidad a inicios del año, sabíamos que se aproximaba una ola de desinformación. No porque Facebook o Instagram sean un mar de fake news y publicaciones engañosas —que las hay—, sino porque ahora se promulga un nuevo valor propio de la era digital: el derecho a desinformar. 

 

Zuckerberg, el nuevo semental que profesa la "energía masculina" e invita a darse puñetazos con colegas, defiende la postura de su empresa de quitarles a los fact checkers profesionales la facultad de moderar la desinformación, como parte de un esfuerzo por “restaurar ‘la libertad de expresión’” y reducir los errores en la moderación de contenidos de Meta que, a su parecer, tienen sesgos políticos. Como alternativa, ofrece el mismo sistema de X: que cualquier persona, por medio de notas de la comunidad, pueda hacer el trabajo de verificar la información por otros usuarios, confiando en la veracidad de su palabra. 

 

El mismo Joe Kaplan, director de asuntos globales de Meta —bastante cercano al círculo de Donald Trump—, defiende que “en las plataformas donde miles de millones de personas pueden tener voz, todo lo bueno, lo malo y lo feo está a la vista. Pero eso es libertad de expresión”. Con esta justificación, Meta anunció el fin del programa de verificación de datos de terceros, el cual regulaba los discursos de odio y la información engañosa en Facebook. 

 

Kaplan y Zuckerberg se equivocan; la libertad de expresión se termina cuando empieza a atentar contra los derechos de los demás, especialmente, con el derecho a la no discriminación. 

 

Las normas internacionales de derechos humanos establecen que debe prohibirse toda expresión de odio nacional, racial o religioso que constituya incitación directa a la discriminación, la hostilidad o la violencia contra un grupo de personas vulnerable, lo que se suele conocer como "apología del odio". Las excusas de los altos directivos de Meta, al igual que las de Elon Musk en su momento, solo son una búsqueda desesperada de lavarse las manos y quedar bien con las tendencias políticas actuales.

 

Varios de los contenidos que se encuentran en las publicaciones en redes se enmarcan dentro de la posverdad, el término de moda por estos días que, según el libro El periodismo ante la desinformación de la Fundación Gabo, se conoce como “la distorsión deliberada de la realidad para manipular creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales”. Bajo esta premisa, personajes malintencionados encontraron en las redes una oportunidad para propagar ideologías corrosivas (xenofobia, homofobia, racismo, etc.), discursos conspirativos y odio disfrazado de información. 

 

Ante esta nueva oleada de desinformación que trajeron consigo las plataformas digitales y las redes sociales, el oficio periodístico se está debilitando. En el siglo pasado, se daba por hecho que se debía combatir la desinformación y esa era la labor del periodismo: difundir información fiable y desmentir al político engañoso de turno. Las personas confiaban en que el periodista solo hablaba con la verdad, era un acuerdo inquebrantable de las audiencias para con el medio. Incluso, si había periodistas mercenarios de la oligarquía, la mayoría de las veces había otro periodista, ético en su labor, para plantarle el tatequieto. 

 

Un ejemplo claro de esto ocurrió en 1994, cuando El Tiempo publicó una noticia falsa sobre la supuesta participación de Monseñor Nel Beltrán en una cumbre guerrillera en Cuba. La información, respaldada por su editor judicial y el jefe de redacción, Francisco Santos, causó un escándalo nacional y llevó a que el entonces candidato presidencial Andrés Pastrana exigiera la ruptura de relaciones con Cuba. Sin embargo, esto fue desmentido los días posteriores y el error no quedó impune: Enrique Santos Calderón expuso en su columna Reflexión sobre un “embuchado” cómo la desinformación había sido producto de una manipulación política y reconoció la falta de rigor periodístico del medio. Su postura llevó a la renuncia del editor judicial y a la suspensión de Francisco Santos, demostrando que en ese entonces el periodismo aún tenía mecanismos de control para frenar la desinformación.

 

Hoy en día, en esta generación de "nativos digitales", tanto los jóvenes Z como los millenials tragan entero lo que ven en redes sociales, así como sus abuelos baby boomers creían ciegamente lo que leían en los medios tradicionales —y ahora creen en lo que ven en internet—. Sin embargo, una diferencia fundamental es que ahora prefieren creerles a desconocidos de las redes sociales, muchos ignorantes anónimos con intereses inconfesados y sin nada que respalde su opinión, que a un grupo de periodistas y sus editores comprometidos con la función social del periodismo que pasan por una serie de filtros y códigos éticos. 

 

Ya lo advirtió Byung-Chul Han en Infocracia: “En la era de las fake news, la desinformación y la teoría de la conspiración, la realidad y las verdades fácticas se han esfumado”. Las redes sociales se han convertido en una selva sin normas en aras de una supuesta libertad de expresión. El periodismo se enfrenta a la pérdida de confianza de las audiencias saturadas por todo el ruido digital y exceso de información en las redes, por lo que no distinguen entre periodismo y noticias falsas y la opinión de los hechos. Ahora solo nos queda preguntarnos cada vez que veamos una publicación en Facebook: ¿Esto es verdad?

De la Urbe, 2025
 

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